Pastoral Penitenciaria: ver a Cristo en el preso
Entramos en la cárcel, donde la Pastoral Penitenciaria se vuelca en el acompañamiento religioso, social y jurídico de los privados de libertad
[Artículo extraído en su totalidad de la revista Ecclesia (texto: Luis Rivas / fotos: Carlos Mira Manzano)]
Dentro de la cárcel, el aire está viciado. Uno entra en prisión y la prisión entra en uno con su olor a producto de limpieza, sudor y oxígeno muy respirado que impregna los pasillos con sus rejas. Las compuertas hacen su trabajo y se deslizan entre sirenas y señales luminosas, encerrando a los presos tras el cristal como si estuvieran en una gran pecera humana. Pasar una tarde completa, desde la sobremesa hasta el anochecer, debe de congestionar, cargar de presión y poner dolor de cabeza, y esta sensación inequívoca acaso sea la que más nos acerque a lo que supone cumplir una condena. Atrás quedan los muros con sus coronas de espinas concertinas. La libertad está a doscientos metros, o a unos cuatro puestos de control.
Hasta aquí, la realidad carcelaria que refleja ciertamente la cinematografía. «La gente no sabe lo que es la prisión, hay mucho prejuicio, mucha estigmatización», declara un funcionario de prisiones antes de dejarnos pasar. «Aquí hay personas que se han presentado a ingresar sin ropa, porque pensaban que les íbamos a poner un traje de rayas. Otros vienen con miedo y preguntan en las entrevistas previas si les vamos a pegar. No, hombre, aquí no hacemos eso. El desconocimiento es enorme», añade.
Accedemos al Centro Penitenciario de Castellón de la Plana en compañía de su capellán, Florencio Roselló, que entra con llave. De primeras, recorremos la prisión repartiendo los permisos para ensayar con el coro. Todo son facilidades si vienes con él. «El padre es un artista», comenta Tomás, el agente que nos escolta. «Se ocupa personalmente del 90% de los internos, 600 hombres y 80 mujeres, independientemente de su religión. Es indispensable aquí: atiende espiritual y materialmente», agrega.
Los reclusos se le acercan y él los conoce a todos por su nombre. «Tengo la ropa para tus hijos», le dice a Rebeca; «llama a tu madre» le recuerda a María. Bromea con lo guapa que es la hija de la chilena, «que no se parece a ella». Ni a su padre, que también está preso en un módulo para hombres, aunque no ingresaron juntos. El padre Florencio se sabe las historias de cada uno. Como la de Araceli, que no podía salir del módulo porque aquí está también encerrado un exnovio sobre el que pesa una orden de alejamiento.
«Quiero un collar», le pide ella.
«Lo que tú llamas collar es un rosario», le responde Roselló.
«El sábado salí por primera vez a Misa. Fue muy bonita, me relajó. El padre es todo en la cárcel. Te ayuda mucho», nos cuenta ella. Estamos en el módulo 8, el de las internas más conflictivas. Hace días, tres de ellas se enzarzaron en una pelea y una presa «muy corpulenta» tuvo que ayudar a los funcionarios a separarlas. El ambiente es más ruidoso, hay más luz artificial y está menos decorado que en otras zonas de la prisión. «Aquí están las «anawim», son las verdaderas pobres de Yahvé», nos explica Florencio. «Las quiero y siento debilidad por ellas. Por ello, les traigo abanicos o ropa buena del ropero. Cuando se me quejan las otras, les digo que, si quieren abanicos, que se vengan a vivir al módulo 8», prosigue. Al ver a Jana, de Brasil, le entrega unas fotos de su familia que le ha impreso a color. «He tenido que quitar dos o tres porque eran subidas de tono», bromea.
Florencio Roselló es mercedario de la parroquia de San José Obrero -ubicada a cuatro kilómetros del centro penitenciario- y dirige el departamento de Pastoral Penitenciaria de la Conferencia Episcopal Española. «Podría estar en Madrid toda la semana, pero el contacto directo con los presos me hace mantener viva la sensibilidad», comenta. De él dicen sus colaboradores que es el número 1 recaudando fondos, negociando con los políticos y trabando convenios con las autoridades. «Para que te respeten en la cárcel, tienes que venir todas las semanas y, a ser posible, casi todos los días», afirma.
La Pastoral Penitenciaria dispone de unos 35 voluntarios semanales en la cárcel de Castellón. María Teresa se encarga del ropero: «Como soy maestra, pensaba que vendría a dar clase, pero no, vine para montar un ropero, que es una labor fundamental para ellos». Cada semana, los reclusos rellenan una instancia pidiendo a la Iglesia ropa y calzado que necesitan. Sergio, un interno que también es voluntario de la Pastoral, las recibe y se encarga de entregar las bolsas en las celdas. «Sobre todo piden zapatillas y, ahora, ropa de invierno para el frío. Hacemos lo que buenamente podemos. Yo siempre les digo siempre que esto no es El Corte Inglés, aunque luego Florencio se gasta su dinero personal en zapatillas para no dar de segunda mano», asegura.
«Nada más llegar, pregunté dónde estaba la ropa y Florencio me dijo: «Eso es trabajo tuyo». Hoy, seis años después, tenemos 14.000 prendas. Mi hija no puede meter el coche en el garaje, porque está lleno de bolsas de ropa que clasifico y, si procede, lavo yo misma», señala María Teresa con orgullo. Tiempo después, invitó a su amiga Emy, soprano, a participar como voluntaria en la prisión. Hoy, dirige el coro de la cárcel, en el que participan seis hombres y seis mujeres que han pasado la prueba pertinente. Y, como prescribe toda actividad conjunta entre personas de ambos sexos, con la supervisión de un funcionario. «Me quedé enamorada de la experiencia, la psicología es lo que importa aquí», explica Emy. El coro ensaya dos horas a la semana y su directora no se ha tomado ni un descanso en todo el verano. «Me encantaría venir más, porque hacer música es como estar en contacto con Dios», asegura. Hoy están ensayando «La vida es bella», con una máquina de karaoke que les regaló la Pastoral Penitenciaria. «Hacemos dos conciertos al año en el salón de actos: el de fin de curso y el de Navidad, y el repertorio va desde la canción pop hasta la ópera, pasando por el oratorio y la zarzuela», agrega. En Navidad, la Iglesia también les cocina dos grandes paellas y organiza un gran partido de fútbol con voluntarios.
Para Ana, una interna que lleva en el coro desde diciembre se trata de «un poco de ilusión entre cuatro paredes. También es una forma de superación, porque me gusta cantar, pero me daba mucha vergüenza. Ya le he dicho a Emy que pienso seguir con ello cuando salga de la cárcel, que me espere fuera», reconoce. Ana trabaja en uno de los supermercados para reclusos -economatos- y acaba de aprobar primero de ADE con la universidad a distancia. Ramón, por su parte, está construyendo una maqueta de la catedral de Santiago con la madera de las cajas de fruta. Junto a él, un interno jovencísimo trabaja en el taller en un carrito mucho más rudimentario: «es para mi hijo de cuatro años», comenta.
Otros, en el módulo 4, están con la revista de la prisión, que sacan adelante gracias a una impresora que les regaló la Conferencia Episcopal. «Todo lo que sea romper la rutina es un premio», aseguran. En el 7, cosen con una máquina «de modista profesional» que les trajo el padre Florencio y que «es imposible que se rompa». En el 8, doce internas disfrutan del taller de costura que imparten las voluntarias Conchi y Amparo. «Lo aprovechan mucho», comenta Conchi. «Les relaja, y les viene muy bien con vistas a encontrar un trabajo fuera. La Pastoral buscaba gente para enseñar a coser, yo pensé en mi amiga… Y al final vine yo también», añade. En el momento de escribir estas líneas, reclusos de diez prisiones de España peregrinan a Santiago con un permiso especial para abrazar juntos al apóstol el 7 de octubre. «Tengo una relación personal con ellos», admite el padre Florencio. «Por eso les insisto a los voluntarios y a mi ordenanza Sergio, que es un interno, que, aunque yo no esté, los presos tienen que ver siempre presencia de Iglesia», prosigue. «Cuando le cuento a la gente lo que hacemos, se quedan boquiabiertos. Me dicen «ay, no sabíamos que la Iglesia hacía esto, con los detractores que tiene, pensábamos que la Iglesia eran sermones…» -apunta María Teresa-. Cuando me dicen que cómo puedo venir a la cárcel, con esa gente que algo habrá hecho, les cito el Evangelio, aquella pregunta del Papa de «¿por qué ellos y no yo?» o el poema Podrías, de Joana Raspall, que me encanta, y acaban diciéndome: «Tienes toda la razón».
Rosa y Alberto imparten un taller de sentimientos y emociones apoyándose en el Evangelio. Hoy, además, están trabajando el «Magnificat». «Aunque venimos a hablarles de Jesús, sobre todo los escuchamos», explican. El padre Florencio subraya esta línea: «Lo que hacemos en la Pastoral Penitenciaria es, por ejemplo, no hablar de Dios antes de conocer la situación de la persona. La presencia de Dios también está aquí cuando nos interesamos por su familia».
«¿Siente mucho rechazo hacia Dios en los presos?»
«Para nada. En primer lugar, nosotros no entramos en la cárcel con, entiéndeme la expresión, la cruz por delante. Nosotros les ayudamos, nos interesamos por la persona, la cuidamos y ellos conocen ahí la presencia de Dios. La Iglesia es celebración a través de la vida. Luego ya van viniendo a Misa los que quieren, porque la Iglesia no es solo ir a Misa. Aquí dentro hay gente que ha encontrado a Dios cuando le ha fallado todo. Ellos tienen claro lo que es la Iglesia. Tanto valor tiene dar la comunión como darle una bolsa de ropa al necesitado.»
La Pastoral Penitenciaria ofrece confesión y celebra tres misas semanales en la cárcel, una para las mujeres -los sábados- y dos para hombres -los domingos-. En la capilla destacan dos imágenes de abrazos, un Cristo enrejado y el texto de las Bienaventuranzas. Durante la festividad de la Merced, el centro tuvo que habilitar el salón de actos para que el padre Roselló celebrara la Eucaristía, a la que asistieron más de 110 presos.
La acción de la Pastoral Penitenciaria se asienta sobre tres pilares: religioso -espiritual y de formación-, social -dentro y fuera de la cárcel, además de con las familias- y jurídico, con la ayuda de abogados y jueces que colaboran. En pocos casos confluyen de manera tan clara como en el proyecto Libres y Responsables de preparación a la libertad, una red de pisos que la Iglesia pone a disposición de los reclusos cuando salen de permiso. «Hay muchos internos que no pueden salir de permiso, porque no tienen familia ni un lugar en el que quedarse», explica Daniel, funcionario de prisiones. «En este caso -prosigue- es la Pastoral Penitenciaria quien se hace responsable ante el juez de la persona que sale. El padre Florencio o gente de la Pastoral vienen a buscarlos y a devolverlos en su coche, y les dan la llave para que tengan una casa en la que pernoctar. Sin casa y sin nadie que se responsabilice de ellos, el juez no les permite salir». «En total, estamos sacando más de 3.000 personas al año en toda España», calcula Roselló.
En Castellón de la Plana, la Pastoral Penitenciaria dispone de dos pisos muy cercanos para alojar a los reclusos. «El de mujeres figura como una casa de Cáritas en la que acogemos a chicas que buscan trabajo, por la estigmatización y los prejuicios», revela el padre Florencio. «Los vecinos del piso de hombres, en cambio, ya lo saben, porque llevamos muchos años allí». De hecho, Ángel, voluntario de la Pastoral y trabajador de la Fundación Obra Mercedaria, es el presidente de la comunidad.
En el piso de mujeres nos reciben Bea y Tamara. Bea empieza a salir de prisión regularmente, porque acaba de encontrar trabajo en una residencia de ancianos gracias a un curso de Cáritas. «Mi familia me ha dado la espalda y ésta es mi casa, aquí entro y salgo», declara. De momento, tiene que volver a prisión a dormir, aunque el padre Florencio ya está peleando para que le pongan una pulsera telemática. Los fines de semana puede pernoctar fuera, y dispone de seis permisos al año. «Aún no he ido ni a la playa. Salgo que me duele hasta el pelo, pero… ¡tengo trabajo!», se congratula. En su trabajo nadie sabe que ella es una reclusa y que tiene que volver a dormir a la cárcel.
Tamara, por su parte, disfruta de su primera salida en años. «Te marean los espacios abiertos, impacta». El juez le permite ver a sus tres hijos, aunque no pernoctar en la misma casa que ellos. «También tenemos normas en el piso, que nos ponen Sonia -la coordinadora del piso de mujeres- y Florencio: no salir antes de las 7 de la mañana ni llegar después de las 21:30», aclara. «Yo tengo tanto interés como ellos en que esto funcione», se defiende Roselló.
La labor se complementa con el trabajo en el Punto Libertad. Abierto desde 2019, se trata de un centro de acogida y orientación a personas que van a ingresar en prisión o que salen de ella, así como de ayuda permanente a sus familias. «Los acompañamos en los pisos, a la hora de buscar empleo, de recomponer sus familias, encontrar vivienda…», enumera Ángel, quien, junto a Sonia, lleva el día a día de estas personas. Ambos visitan regularmente la cárcel como voluntarios de la Pastoral Penitenciaria, además de su trabajo profesional en la Fundación Obra Mercedaria, de los padres mercedarios. «Necesitan ayuda burocrática para tener permisos, sacar papeles… O económica, porque desde que salen pasan dos meses antes que cobran el subsidio de excarcelación y, por ejemplo, un DNI y las fotos pueden costar 22 euros», explica. Nos cuenta los casos de internos que, tras muchos años, salieron de prisión y no sabían lo que era el WhatsApp, se iban a una estación de transporte público ya derruida o intentaban meter el billete de tren en la ranura cuando sólo funcionaba mediante código QR.
En el Punto Libertad también se reparte comida a diario -donada en pallets por Mercadona-, y se ofrecen cursos de convivencia que los jueces computan por una entrada en prisión. Con su trabajo, la Pastoral Penitenciaria está evitando que personas entren a diario en la cárcel por delitos menores. En opinión de Esperanza, «lo que el padre Florencio no consiga no lo consigue nadie». «Es un trabajo indispensable, nosotros lo sentimos como un abrazo que acoge a las personas», expresa Roberto, desde el módulo 4. «Nunca hubiera creído que habría curas así», señala Rosa. «Te dan ropa, ayudan a los permisos y con dinero, van a verte cuando estás enfermo en un hospital, llevan a las personas por el buen camino, se hacen cargo cuando las familias los rechazan… No se puede pedir más», sentencia.
En el Punto Libertad, nos encontramos con Moha, quien salió de prisión hace ya cuatro años y sigue pasando por allí. Le han operado del corazón.
«Moha es de Alá», comenta Roselló.
«Pero amigo del padre, de Sonia y de Ángel, que me acogen aquí muchos días. Somos una misma familia», responde éste.
La Pastoral Penitenciaria asiste a todas las personas, sin importar la raza o la religión. «Esto sorprende mucho a los propios internos, que ayudemos a musulmanes y gentes de otro credo. La Iglesia es madre de todos. Las palabras son muy bonitas, pero aquí trabajamos con hechos», afirma el padre Florencio. El 50% de las personas atendidas por la Pastoral Penitenciaria son de origen extranjero, en torno a un 20% de religión islámica. Hechos como los cuatro permisos tramitados a Nayla, una chica a la que no dejaban salir y no se atrevía a pedir ayuda al capellán, por ser musulmana. «Como mercedario, he visitado cárceles de Guatemala, El Salvador, Venezuela o Mozambique. La prisión es el reflejo de una sociedad. Solo con hablar con 20 presos sabes cómo es esa sociedad», asegura.
«¿Y qué refleja de España el espejo de sus cárceles?»
«Que hay mucha violencia de género, mucha corrupción y que se tiene muy estigmatizados a los extranjeros. Son un 12% del total de la población en España, pero el 29% de los presos. Por eso, la Iglesia debe acoger a todo el mundo. Por encima de todo está la persona. Nosotros vemos a Cristo en la cárcel».